Un milagro tendrá que ocurrir para que el toque a tres de
"Amarguras" no sea el momento mágico de la presente Bienal de
Flamenco de Sevilla. Otra vez. Ya lo fue cuando Rafael Riqueni la interpretó
con su guitarra en el Teatro de la Maestranza, en la Bienal de 1994. Hace
veinte años de aquella verdadera conmoción del público asistente y ahora volvió
a levantar de sus asientos al del Teatro Lope de Vega, esta vez acompañado por
las guitarras de Manolo Franco y Paco Jarana. La versión de la marcha procesional
de Font de Anta fue espectacular, para guardar
en la memoria.
En esta ocasión se daban varias circunstancias que habían
generado ya la predisposición del
público, ese ánimo colectivo inclinado a minimizar los fallos y sublimar los
aciertos. Se esperaba la reaparición de Riqueni, un guitarrista creativo con
una personalidad y un estilo preciosista y musicalmente muy culto, distinto de la omnipresente escuela de Paco de
Lucía. Por otro lado, el espectáculo planteaba
un recorrido por las escuelas del cante, el toque y el baile sevillanos, con
todos los artistas de esta procedencia. Y Sevilla necesitaba una reafirmación
en lo suyo, en su rico patrimonio flamenco, una reafirmación de su centralidad
flamenca.
Todos eso se juntó, culminando un buen espectáculo..., aunque,
en realidad, no se presentó nada nuevo, excepto unas letras de José el de la Tomasa para que las cantara por
malagueñas Segundo Falcón y la novedad, esta sí, de un trío de guitarras que
tocando juntas habrían impedido cualquier naufragio. ¡Qué tres guitarras,
señores, cada una con su personalidad! Riqueni, genial con un toque por
soleares que sabía a nuevo y precioso; Manolo Franco, la elegancia y el saber todo en uno por
guajiras, y la propuesta más moderna y vibrante de Paco Jarana por bulerías. Más
esa perla entre los tres, con Riqueni de solista y los dos acompañándole,
haciendo ilustraciones de ensueño, en "Amarguras". Unos aplaudían y otros pedían silencio porque
no querían perderse ni una nota. Mágicos momentos. Comunión total.
Sevilla es
una ciudad enamorada de sí misma, que se mira en sus espejos y se dice ole.
Tiene por qué, desde luego: no hay más que echar un vistazo a la historia del
flamenco para confirmar su supremacía. Y cuando no atraviesa momentos de
especial brillo, tira de lo vivido, de su caudal pasado. Esta vez, sacó de los
archivos.
Después de las guitarras, salió Segundo Falcón, que es un
erudito, un enorme conocedor del flamenco y que hizo un recorrido por los
cantes con la elegancia y el pellizco, emotivo y morentiano, que le caracteriza.
Pero no fue su mejor noche, por algún resfriado de este tiempo o algo parecido,
si bien imprimió a sus cantes la maestría con que suele hacerlos. Hubo de tirar de oficio en ocasiones para sacar con redaños lo que en otro momento
habría hecho con naturalidad; valga el empeño por la adversidad. Claro, que cuando hay que tirar de oficio, el
cante se saca, pero la magia se esfuma. Hizo, entre otros palos, un recorrido por la soleá de muy bonita
factura, y una selección de fandangos siempre llamativa y agradecida por la
concurrencia. Y acompañó muy bien al baile.
Cerró Antonio Canales, con una primera pieza donde apenas
insinuó los pasos por soleá, una segunda en la que salió al escenario con unas
luces fosforescentes en las botas, una extravagancia, y finalmente un baile por
tangos con el mejor sabor de su estilo siempre peculiar. Canales taconea a veces
con tanta rabia que cuesta discernir si su propósito es marcar un baile viril o partir las tablas.
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