Vinieron a decirnos cómo se cantaba en la segunda
mitad del siglo pasado, a mostrar a las generaciones más jóvenes unas maneras
de ser flamencos que han cambiado con el transcurso del tiempo y a compartir
nostalgias con los que tenemos una edad y fuimos testigos, con ellos, de
aquella época dorada del flamenco, en la que nadie se parecía a nadie, todos
eran singulares y tenían su sello personal. Entonces, ser flamenco era algo menos reputado que lo
es hoy, pero el mundillo de los artistas trasminaba una humanidad cercana, o
eso me parece.
No me distanciaré del espectáculo como para hacer
una semblanza de periodista (que es lo que soy), porque fui a verlos ya con la mente en sepia. Este
es un relato sentimental. Ninguno de
estos artistas tenía que demostrar nada a sus edades (Curro, 87; La Cañeta, 82;
Romerito, 82, y Rancapino 69). Lo que
tuvieran que decir, ya lo dijeron, dejando en la estela del cante sus huellas
indelebles. Se trataba de evocar el sonido de sus voces, los ecos de un
flamenco sencillo y bien hecho que tenemos incrustado en el cerebro, donde esas
voces cincelaron los marcos de referencias con los que nos abdujo este arte. Sus
pasos abrieron nuestros caminos. Mi tio Paco tenía el mismo eco que Curro de
Utrera y yo niño -permitan la confidencia- me embelesaba con sus fandangos. Por
consiguiente, no quiero disociar hoy aquellas emociones infantiles del
reencuentro con el maestro de Utrera, el que nos descubrió las alegrías de
Córdoba preguntándole al platero que cuánto vale...¡Es que estos artistas son
patrimonio de nuestra memoria, nada menos!
Son escuela de honradez, de afición, de respeto por
el cante. Y, al hilo de esto, ¿cómo es que los artistas jóvenes afirman
sistemáticamente que, para aprender, escuchan a Pastora, a Manuel Torre, a
Chacón..., tan atrás en el tiempo para ellos, y en el salto generacional olvidan a los artistas flamencos de esta época más reciente (Chocolate, Fernanda,
Terremoto...) que tienen también algo que decir? Vale que hay que escuchar a los maestros, pero este trigal más próximo tiene mucho pan que dar. La generación de los que intervinieron anoche en el espectáculo
“Toda una vida” es un venero de conocimientos y de buen hacer flamenco.
Romerito de Jerez, el cantaor para el baile, el
jilguero que sin proponérselo es puente y enlace entre dos tiempos, como todos
ellos. Romerito es un ecléctico imprescindible entre la sentimentalidad del
cante del primer tercio del siglo XX y las nuevas sensibilidades surgidas de la
sociedad industrial. Cantó soleares con temple y regusto jerezano, y tangos que,
con los ojos cerrados, ponían en el escenario en off a las mejoras bailaoras de la época.
Rancapino, con su voz cortita y su corazón grande...
Alonso lleva más de cincuenta años cantando las mismas letras de malagueñas de
El Mellizo o de soleares de Alcalá... y nos gusta siempre como si fuera la
primera vez que se las escuchamos. ¡Qué arte y qué jondura hay que tener para
esto! Tan honrado que rebusca en sus adentros y saca lo imposible para
ofrecerlo, que araña con su hilito de voz ronca y fenecida cada palabra hasta
construir una seguiriya que le quedará sublime por su entrega. Rancapino jamás
se alivia en el último tercio, por
exhausto que llegue, no se levanta de la silla como hacen otros buscando aire
entre los aplausos. ¡Hay que morir con los artistas cabales que lo dan todo en
el cante!. Nos dejó las consabidas malagueñas de El Mellizo (“Era en el mundo
envidiable...”) y la seguiriya (“Contemplarme a mi mare..”), que cantó con unas
fatiguitas que emocionaron hasta a las estatuas del palacio de San Telmo.
La Cañeta, ese torbellino desafiante de la biología,
aliada con los duendes, y campeona en los escenarios. Armó el taco cantando por
tangos y bulerías. Y bailando como si
fuera una jovencita en la veintena. Imparable. Es tan excesiva que campea en todo y sobre todos: no tiene fin para cantar por bulerías o por tangos (herencia de
momá La Pirula), ni para improvisar letras, ni para echarle broma y frescura
por quintales a cualquier situación. Se divierte y nos engancha a su
compás, nos lleva por donde quiere, como el flautista de Hamelin a los
ratones, y la seguimos mientras
evoluciona por el escenario, cuando provoca a Carrete o suelta un improperio
contra el foco que la está martirizando. Es ella y su mismidad flamenca, centro
de atención, acaparadora, vitalista y con una capacidad de transmisión
apabullante. La más grande cantaora por fiesta. Cantó con la guitarra de su
pariente Antonio Soto (que merece un monumento en lo alto de Gibralfaro) no se
sabe cuántos minutos... Muchos. Se corrió el telón y La Cañeta, como el
dinosaurio de Monterroso, estaba todavía
allí, sentada en su silla y dispuesta a seguir la juerga. Los ardores
flamencos, cuando se calienta el cielo de la boca..., situados por encima de la
regla temporal del espectáculo, de las horas extras nocturnas del personal si
se pasa de una determinada hora... Para
La Cañeta, el único convenio colectivo es el que hace con el público cuando
sube a las tablas: artículo único: aquí hemos venido a disfrutar. ¡Hasta Curro
de Utrera le hizo palmas, que ya es un logro que este Séneca de la campiña
traicionara, aunque fuera por cumplir, su imagen hierática de cantaor a la cordobesa usanza!
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